Desiertos espirituales: necromancia y necroviolencia desde Sonora hasta Atacama
by
María P. Molano-Parrado
(English Translation Available Soon)
“Mi madre fue a ver a una médium porque quería saber cómo estaban mi abuela y mi tía” fue lo que nos dijo una amiga hace unos años mientras hablábamos sobre cuál era el color en el que imaginábamos la muerte. Su abuela y su tía habían fallecido en un lapso muy corto de tiempo y, ante la incomprensibilidad de un dolor inesperado, su madre buscaba una comunicación con sus muertos. Desde la colonización de los Américas, la vida de miles de seres humanos y no humanos ha sido considerada desechable para las lógicas globales de acumulación de capital. Ante las oleadas masivas de muerte que implicó la trata transatlántica de personas esclavizadas hasta las lógicas neoliberales de los gobiernos contemporáneos, se vuelve urgente pensar cómo relacionarnos con las millones de muertes que se han producido a causa de la lógica colonial de acumulación. En este texto propongo pensar, desde el desierto, la idea de necromancia como un ejercicio espiritual que abre posibilidades de reparación en dos espacios marcados por el capitalismo global: el desierto de Sonora en México, en el que cada año mueren cientos de personas cruzando la frontera, y el desierto de Atacama en Chile, que fue destinado para desparecer los cuerpos de disidentes políticos, sexuales y poblaciones indígenas durante la dictadura neoliberal de Augusto Pinochet. A partir de dos películas latinoamericanas contemporáneas, Nostalgia de la luz de Patricio Guzmán, y El mar la mar de Joshua P. Bonetta, propongo entender el desierto como un bioma que posibilita un ejercicio espiritual en el que los muertos pueden entrar en contacto con los vivos. Mientras que el desierto ha sido codificado como un terreno vacío, atrasado, infértil y periférico, no únicamente para la modernidad sino también para los discursos ecocríticos recientes, aquí este bioma se revela como un espacio cuya potencia reside en posibilitar una reparación espiritual ante políticas de muerte.
Mientras que la muerte de personas racializadas, mujeres, migrantes, y seres no humanos en espacios desérticos es asumida como una contingencia para las formas de administración del capitalismo global, la producción literaria y artística se ha señalado a este bioma como un espacio que permite el encuentro con los muertos. A diferencia de aproximaciones científicas a la naturaleza, la escena de necromancia ha aparecido en las literaturas occidentales y no occidentales. Encontramos historias en las que los entornos, las plantas o los animales son condiciones que posibilitan estos encuentros. En la genealogía occidental, la catábasis (el viaje al inframundo) aparece en la literatura clásica y moderna temprana, desde Gilgamesh, Platón y Homero hasta Virgilio, Dante y Goethe. En el último siglo, reaparecieron las preocupaciones escatológicas, y el fin del mundo se convirtió en un motivo literario que planteaba preguntas sobre el futuro en relación con el Antropoceno, la era geológica marcada por los efectos humanos en la naturaleza. Deborah Danowsky y Eduardo Viveiros de Castro sostienen en The Ends of the World (2016) que, ante la irreversibilidad de la actual crisis medioambiental, ha habido una proliferación de la estética escatológica y de los medios de comunicación en los que la muerte y los muertos auguran el futuro.
En las literaturas y cosmologías no occidentales, la comunicación con los muertos y los casos de necromancia también están presentes. Viveiros de Castro, por ejemplo, las recoge en su estudio antropológico sobre los pueblos amazónicos: “The typical ‘supernatural’ situation in an Amerindian world is the meeting in the forest between a human— always on his/her own— and a being which is at first seen merely as an animal or a person, then reveals itself as a spirit or a dead person and speaks to the human” (483). El texto canónico, el Popol Vuh, un documento escrito en maya k’iche’ del periodo colonial, narra el viaje al reino de los muertos, Xibalbá. En su libro The Falling Sky, el artista, pensador, líder yanomami Davi Kopenawa describe cómo los xapiri (espíritus yanomami) también acuden al chamán desde el inframundo: “In the underworld, where darkness and endless rain prevail, everything is putrefied. Yet many other xapiri come from there too!” (68) Además, al igual que Odiseo regresó para contar lo que le dijo a los muertos en el inframundo, el chamán yanomami hace algo similar cuando bebe el polvo del árbol yãkoana: “This way we can see very distant lands, go into the sky’s chest, or descend into the underworld. Then we bring back these places’ words to make the inhabitants of our houses hear them” (374). La escena de necromancia, en la que los vivos hablan con los muertos o descienden al inframundo, se produce a través de un entorno natural o espacio específico. Podría ser la “selva” de la Divina Comedia, el río Aqueronte hacia el Hades o a través de la planta yãkoana de la selva tropical amazónica. Es decir, hay una especificidad en estos entornos que permite que se produzca este encuentro. Aquí, quiero articular cómo los desiertos de Atacama y Sonora se vuelven espacios de necromancia por sus características climáticas específicas. Mientras que para el capitalismo global estos espacios son vacíos, desolados, e indeseables, aquí reivindico al desierto como un lugar espiritual que refuta las prácticas de la necroviolencia a través de la necromancia.
Hago un paralelo entre las muertes producidas por la migración en el desierto de Sonora y las desapariciones de cuerpos durante la dictadura en el desierto de Atacama en tanto ambas son productos de una lógica que denomino como necroviolencia. Este tipo de violencia se produce en regímenes en los que cuerpos son desechados, desaparecidos o abandonados, a favor de administraciones políticas y económicas que priorizan la acumulación de capital. Si bien los casos que estudio se enmarcan en dos regímenes políticos diferentes, pues el caso en Chile concierne a una dictadura militar y el caso de México a una política transnacional, ambos pueden ser considerados como una forma de ejercer necroviolencia en tanto que el desierto se codifica como una tierra baldía en la que los cuerpos pueden ser abandonados sin consecuencias legales ni éticas. Aunque otros autores como Jasón de León o Elizabeth Povinelli han analizado el desierto y sus características climáticas extremas con un espacio que propicia y refuerza estos regímenes de muerte, este texto propone que el desierto es un espacio espiritual que posibilita la reparación o refutación de los mecanismos de la necroviolencia.
En la primera sección “Entre la necroviolencia y la necromancia”, explico las relaciones históricas que existen entre el desierto de Atacama y el desierto de Sonora para entenderlos como dos espacios marcados por la necroviolencia. Luego, sitúo mi entendimiento del desierto como un bioma que posibilita la necromancia al relacionar dos discusiones teóricas: la ontología de los medios (Bazin; Barthes) y los llamados “environments as media” (Melody Jue, John Durham Peters; Cajethan Iheka). En la segunda sección me enfoco en la película documental Nostalgia de la Luz de Patricio Guzmán y argumento cómo las propiedades minerales del desierto de Atacama permiten la conservación de los cuerpos de los desaparecidos posibilitando una forma de comunicación mineral entre los muertos y los vivos. En la tercera sección examino El mar, la mar de Joshua Bonuetta y J.P. Sniadeckki, que, a través de un lenguaje cinematográfico experimental, escenifica las condiciones nocturnas del desierto como un escenario de necromancia que contrarresta los sistemas de ultra-vigilancia en la frontera.
Entre la necroviolencia y la necromancia
La relación entre muerte y vida se ha transformado a lo largo de los últimos doscientos años con la emergencia de medios como la fotografía. Sin embargo, antes de su emergencia, la han existido otros medios que también han posibilitado esta relación entre muerte y vida. El desierto es uno de ellos. Este texto quiere tomarse en serio el desierto como un medio y, alinearme con autores como Melody Jue, John Durham Peters, Cajethan Iheka, que han teorizado la naturaleza como otro de los caminos para expandir y dialogar las teorías de los medios. Los tres proponen cómo la naturaleza puede funcionar como un conducto que alberga y produce signos. En el libro The Marvelous Clouds (2015), Durham Peters propone que elementos naturales como las nubes, el fuego, el océano son medios que almacenan datos y funcionan como tecnologías similares a los que son creados por humanos como el telégrafo, el computador o la radio. Melody Jue en su estudio Wild Blue Media (2020), no quiere adscribirse a la ontología específica de los medios y acuña el concepto “milieu-specificity” para analizar el océano: “Milieu-specific analysis is a mode of media studies and literary criticism that involves close attention to the conditions of perception in a given environment, and to the techniques of mediation possible within that environment” (21). Cajethan Iheka analiza el petróleo y el coltán como dos elementos naturales cruciales para entender la relación entre África, la crisis planetaria y las materialidades de las infraestructuras que han sido discutidas en la teoría de los medios. Quiero expandir sus aportes señalando cómo la naturaleza, y específicamente el desierto, también figura en una genealogía de los medios que asocia permite la comunicación entre muerte y vida, a la vez que abre una dimensión de las prácticas de duelo que es necesaria en las Américas.
El desierto ha estado asociado largamente como un espacio en el que no florece la vida. Basta con pensar en el adjetivo que comúnmente usamos, “desértico”, para referirnos a un espacio deshabitado, desolado, inmóvil y sin cuerpos vivientes. Los desiertos, además, son ecosistemas característicos por la escasez de agua. Mientras que el agua implica vida, flujo y movimiento, este bioma se retrata como un lugar inhabitable que muchas veces funciona como lugar de tránsito. Sin embargo, el desierto ha sido hogar de pueblos indígenas por milenios como los Comcáac en Sonora o los Licanantay en Atacama que desmiente la equiparabilidad entre desierto e inhospitabilidad. Pensar el desierto como medio no es únicamente una cuestión estética sino, siguiendo a Cajetan Iheka, es ética y política pues desafía entendimientos coloniales de la naturaleza. A diferencia de las formas en las que el desierto ha sido codificado como tierra baldía, en este texto se propone como una instancia de mediación necromántica que permite expandir comprensiones sobre las prácticas espirituales y las políticas de muerte en América Latina. Para empezar a caracterizar el desierto como una instancia de mediación es preciso tratar de hacer una especificidad material. En este texto me centro en dos a través de las películas ya mencionadas: la mineralidad del suelo y la luz nocturna.
Antes de ahondar en esto, quiero establecer cómo el desierto es un espacio en el que se ejercen prácticas que se derivan la modernidad colonial. En 1981 se publica una fotografía de Graciela Iturbide llamada “Mujer Ángel” (Figura 1) en el libro fotográfico Los que viven en la arena con fotografías de Iturbide y textos del antropológo Luis Barjau. En ella, vemos una mujer del pueblo Comcáac del desierto de Sonora dando su espalda con una grabadora de sonido en su mano izquierda. Sin nombre, esta mujer cómcaac emprende un camino hacia el horizonte infinito del paisaje desértico. Casi evocando la figura de la muerte, o el estado transitorio entre la vida y la muerte, esta fotografía parece signar tanto un augurio como una memoria de las necroviolencias que han ocurrido en los espacios desérticos del continente americano. Esta fotografía permite una reflexión de una serie de sucesos históricos que han sido claves para la necropolítica latinoamericana: los proyectos de construcción de nación que exterminaron poblaciones afrodescendientes, clases trabajadoras, e indígenas en la pampa argentina, el sertão brasileño y el desierto de Atacama; las muertes en masa de mujeres y migrantes en Sonora; el narcotráfico y el conflicto armado en el desierto de La Guajira en Colombia; los campos de concentración en la periferia desértica bajo la dictadura militar chilena. Esta fotografía, a la que volveré en la conclusión y que me sirve como piedra angular de esta discusión, funciona como prolepsis y analepsis de esta figuración del desierto.
Figura 1. Graciela Iturbide, Mujer ángel, Desierto de Sonora, México, impresión en gelatina de plata, 1979. Cortesía de la artista.
Si empezamos a trazar esta cartografía que identifica los desiertos como lugares en donde se ejerce la muerte, podemos empezar a preguntarnos: ¿qué tipos de violencias se ejercen y a qué políticas responden? Necropolítica puede ser un término adecuado para señalar estas violencias, acuñado Achille Mbembe y que se articuló como respuesta al término biopolítica en Michel Foucault. Si para Foucault la biopolítica era la manera en la que un régimen administraba la vida de sus integrantes, para Mbembe la necropolítica abre una dimensión de la biopolítica que permite estudiar formas de gobierno que están atravesadas por la guerra: “War, after all, is as much a means of achieving sovereignty as a way of exercising the right to kill. Imagining politics as a form of war, we must ask: What place is given to life, death, and the human body (in particular the wounded or slain body)?” (12) En lugares afectados especialmente por el régimen de la modernidad colonial y el capitalismo tardío –lo que hoy se conoce como el sur global– la guerra es una constante y es necesario reconsiderar la función de la muerte. Los desiertos, en este caso, serían un bioma en el que se ejercen únicamente necropolíticas sino necroviolencias. Es decir, muertes que son cuota del capitalismo global pero que ocurren al margen de la legalidad y la responsabilidad del Estado. Este es el caso de los desiertos de las Américas, en el que los cuerpos de mujeres, de migrantes, de presos políticos, de revolucionarios, y de pueblos indígenas se vuelven desechables por los regímenes de poder en los que están inscritos y no entran en el estatus legal por la ausencia de habeas corpus. No es sorpresivo que, así como el desierto se entiende como cómplice de las políticas de muerte, la fotografía, el video y el cine también han sido medios considerados como herramientas que ayudan a potenciar estas mismas políticas. La fotografía como método de identificación de la diáspora africana (Tina M. Campt), la lógica militarizada de las tecnologías de vigilancia en la frontera (China Medel), el cine como propaganda nazi (Sabine Hake), han sido formas en la que los llamados medios se convierten en cómplices de prácticas coloniales que siguen prácticas raciales y patriarcales.
Este texto propone, a la par de los otros medios tecnológicos, entender el desierto como una “instancia de mediación”. En el siglo 20, media se convirtió en un término usado de forma extensiva debido a la coexistencia de distintos medios de comunicación masivos que tuvieron su origen a finales del siglo 19 o a inicios del 20: la radio, la televisión, el cine, la fotografía en los periódicos, entre otros (Durham Peters 48). Como señala Dan Laughey, sin embargo, no todos los medios son medios masivos y, de hecho, es posible trazar la palabra médium antes de la era de lo masivo: “(medium) referred to something or someone situated between an object (the message being sent) and a subject (the receiver of the message)” (1). Entre el mensaje y el sujeto que lo recibe está el médium. En otras palabras, el médium es la condición de posibilidad de que un mensaje se comunique. Laughey no se detiene allí y menciona, sin desarrollarlo de forma extensa, que las tecnologías de los medios tienen un carácter supernatural y espiritual, pues únicamente un agente divino podría crear la posibilidad de enviar un mensaje desde Washington D.C. hasta Baltimore, Maryland. La primera vez que esto sucedió fue en 1844, con la invención humana de Daniel Morse y su invención: el telégrafo.
Quizá hoy parezca exagerado llamar obra divina a un mensaje telegráfico cuando podemos fácilmente enviar un mensaje casi inmediato con un celular. No obstante, la palabra médium encapsula mucho más que eso. Durham Peters, en el primer capítulo de The Marvelous Clouds (2015), ofrece una genealogía de los medios y menciona cómo, alrededor de 1850, la práctica de los médiums espirituales empezó a hacerse famosa, especialmente en Inglaterra. Una médium espiritual era una intermediaria entre el mundo de los muertos y los vivos. Si bien la práctica de los médiums ha sido desplazada del conocimiento general y categorizado como una superstición, la historia de mi amiga –con la que enmarco este texto– sigue señalando la vigencia de una necesidad de un medio, de algo que permita ese puente entre los vivos y los que ya no están.
Esta necesidad es palpable en la obra de autores franceses como Philippe Bazin y Roland Barthes, quienes dedicaron parte de su obra a considerar una “ontología del medio fotográfico” y la estrecha relación entre la fotografía y la muerte. Para los dos la fotografía es un medio que evita una muerte total al establecer un vínculo material entre los vivos y los muertos. Bazin, por ejemplo, señala que la fotografía evita una segunda muerte: “We no longer believe in the ontological identity of model and portrait, but we recognize that the latter helps us to remember the former and thus to rescue it from a second death, spiritual this time” (Bazin 5). En otras palabras, la fotografía evita una muerte que no es corporal sino espiritual, es decir, recoge la imagen del muerto para recuperar su espíritu. Para Barthes, la fotografía tiene un elemento llamado punctum que posibilita que el espectador pueda emocionarse y afectarse por causa de la imagen fotográfica :“This punctum (…) is always a defeat of Time in them: that is dead and that is going to die” (96). La teoría fotográfica de Barthes desafía el tiempo en tanto que petrifica aquello que se sane que va a morir, el cuerpo orgánico del retratado. La fotografía impide una muerte total. Mientras que Bazin señala que la fotografía momifica, como si se tratara de un ritual funerario, en Barthes el punctum es la forma en la que el índice fotográfico abre una experiencia emocional de la muerte de los otros, y de la muerte en un sentido general (that-has-been). La imagen fotográfica es casi necromántica: abre la comunicación con los muertos. El desierto, de forma similar al aparato fotográfico, es instancia de mediación entre los muertos y vivos, más allá de su entendimiento como mera máquina de necroviolencia. A través de las propuestas cinematográficas Nostalgia de la luz de Patricio Guzmán y El mar la mar de Joshua Bonetta y J.P. Sniadecki, analizaré cómo los desiertos imposibilitan que esas práctica necropolíticas, la desaparición forzada en la dictadura militar chilena y los mecanismos de vigilancia migratoria en Sonora, se lleven con completo éxito.
Desierto de Atacama: un cementerio mineral
Nostalgia de la luz es una producción cinematográfica dirigida y narrada por Patricio Guzmán, director de cine conocido internacionalmente por sus películas con componentes políticos y con una preocupación significativa por la memoria en medio del contexto social chileno. A diferencia de sus documentales tempranos como La Batalla de Chile y Chile. Una memoria obstinada, en los que priman lo que Michael Chagnan ha denominado “sociological imperative”, en este documental –junto con Botón de Nácar y La cordillera de los sueños– hay un componente que sobrepasa ese imperativo sociológico. Situado y grabado en el desierto de Atacama, este documental articula una relación entre la astronomía, la arqueología y la violencia de la dictadura chilena a través del espacio desértico. Mientras que los astrónomos van a Atacama para poder mirar las estrellas, las mujeres que perdieron a sus seres queridos en la dictadura van al desierto a buscar los cuerpos. Este documental articula dos formas de ver al pasado de los cuerpos humanos y los cuerpos celestes.
Al inicio de la película, la voz en off caracteriza el desierto de Atacama como un bioma donde “los restos humanos se momifican y los objetos permanecen” (9:58). Ni todos los desiertos tienen las mismas condiciones climáticas. Sin embargo, como explica Nick Middleton en Deserts. A Very Short Introduction: “High temperatures and a paucity of rainfall are two aspects of climate that many people routinely associate with deserts, and indeed both the world’s hottest and driest places are located in desert areas (24).” Los desiertos son llamados así por las condiciones extremas del clima. Su luz solar puede alcanzar las máximas temperaturas y, cuando cae la noche, puede ser incluso tan frío como en la Antártica. Estas condiciones imposibilitan la proliferación de organismos y se les conoce, además, como “tierras áridas, ya que hay una escasez de agua que ocurre por la evaporación y transpiración que se produce por las altas temperaturas. Esta escasez de agua contribuye, como se puede ver en el documental de Guzmán, a la momificación de cadáveres en el suelo. En un plano en el que se enfocan varias tumbas con cruces de madera, y en el que la lontananza también es un horizonte sin fin –como en la fotografía de Iturbide– (Figura 2) Guzmán narra: “como otros desiertos del planeta, el desierto chileno es un desierto de minerales enterrados”. Los desiertos, con su capacidad de fosilización, se convierten en cementerios minerales que guardan los restos de los muertos. En las capas geológicas se esconden los sedimentos de los cadáveres humanos que a lo largo de los siglos se han momificado por la falta de humedad de este bioma.
En su artículo “Archival Landscapes and a Non-Anthropocentric ‘Universe Memory’: In Nostalgia De La luz/Nostalgia for the Light”, David Martin-Jones recalca que aquí el desierto actúa como un “archival landscape” que archiva las distintas temporalidades. Si bien es posible leer al desierto como un archivo o una capacidad archívistica, el desierto parece funcionar más como una instancia de mediación pues es a través de su propia materialidad (su falta de humedad, la calcinación y sus minerales) que es capaz de conservar los cuerpos de los desaparecidos. El desierto no es equiparable con la estructura de biblioteca que guarda libros o el museo que conserva las obras. En estos ejemplos, tanto la biblioteca como el museo son espacios que funcionan como meros repositorios. El desierto aquí no puede ser codificado únicamente como un repositorio. Atacama no archiva los muertos, sino que, con sus minerales, permite que puedan ser conservados pese al deseo del régimen de muerte que quiere que se borren por completo.
Figura 2. Cementerio en el desierto de Atacama.
Si Durham Peters considera la naturaleza un medio –en paralelo con la fotografía o el cine– en esta película el desierto se vuelve un medio por su capacidad mineral. Alineándome con autoras como Melody Jue, John Durham Peters, Cajethan Iheka, que han teorizado la naturaleza como un medio, este desierto evita la muerte total de quienes han muerto a causa de la dictadura chilena. Como Bazin decía de la fotografía, el desierto evita la segunda muerte, la muerte total. De los autores que estudian la relación entre medios y naturaleza, Iheka es el único que traza una preocupación geopolítica urgente: la forma en la que África está siendo arrasada por el impacto antropogénico que tiene raíces en las políticas económicas del capitalismo tardío. La intervención de Iheka no es solo anticapitalista pero también decolonial: “This book offers a decolonial vision of the future that takes Africa seriously in tackling the planetary crisis” (10). Una conciencia planetaria, que es a la vez política, parece urgente hoy. Entender el desierto de Atacama como un medio abre un espacio fugitivo frente a las desapariciones forzadas causadas por la dictadura de Pinochet.
El documental de Guzmán, con la yuxtaposición de las imágenes de archivo y sus propias tomas, forma un sedimento histórico que puede ser explicado a través de este bioma. La dictadura de Pinochet puso a su disposición varios lugares en los que se cometieron crímenes de lesa humanidad como tortura, asesinatos, trabajo y desaparición forzadas. Chacabuco, por estar tan alejado de los centros urbanos, se convirtió en un sitio ideal para torturar y desaparecer cuerpos. Esta es una forma en la que se manifiesta el término acuñado por Mbembe “Necropolítica.” Pareciera que este inmenso desierto se convierte en un lugar ideal para disponer y desechar cuerpos humanos por su desolación y aparente ausencia de seres vivos. Este régimen de poder dictatorial puede leerse como una forma de necropolítica pues más que un régimen de soberanía de los ciudadanos fue una forma de poder que quiso destruir cuerpos humanos: “those figures of sovereignty whose central project is not the struggle for autonomy but the generalized instrumentalization of human existence and the material destruction of human bodies and populations” (14). El aparato neoliberal que está detrás de la dictadura chilena encaja en este modelo, pues, como narra Guzmán en el documental, hubo miles de desaparecidos que fueron prisioneros políticos en diferentes campos de concentración alrededor del país. Esa “destrucción material” parece ser posible en un lugar como el desierto. Para el régimen necropolítico, el desierto parecía ser un cómplice. Pero, por su propia capacidad mineral y falta de humedad, el desierto acoge los cuerpos y no permite que desaparezcan por completo.
Figura 3. Mujeres de Calama en el desierto de Atacama.
Esa imposibilidad de desaparición total es lo que quiero llamar una forma de necromancia: es una instancia de mediación que opera con una temporalidad distinta a la del régimen necropolítico. En uno de los planos en los que las mujeres están buscando restos, vemos tres mujeres sobre la inmensidad del desierto (Figura 3). Se repite ese horizonte sin fin que la fotografía de Iturbide también capta. Ellas son Las mujeres de Calama, un grupo de mujeres que, desde el fin de la dictadura, salieron a buscar en el desierto los restos de sus seres queridos. Guzmán, en su documental, entrevista a varias de esas mujeres que hoy en día siguen buscando a sus muertos y a los muertos de la dictadura. Entre los planos medios en los que vemos a la mujer hablando, vemos, también, el desierto que está a su alrededor: las rocas arenosas. Mientras las mujeres hablan, el documental intercala su imagen con planos generales del desierto que muestran su inmensidad. Una de ella, Violeta Berríos, comenta: “Muchos se preguntan para qué queremos huesos. Yo los quiero y mucha de las mujeres los quieren (…) Ojalá los telescopios no miraran solo al cielo sino pudieran traspasar la tierra para poderlos ubicar” (1:02’). Esos huesos que el desierto guarda es lo que posiblita los últimos reencuentros entre las mujeres y sus muertos: abre la posibilidad del duelo digno y la despedida de los vivos a los muertos. El desierto impide que los muertos se vayan del todo.
De la misma manera en la que un medio tiene una especificidad que permite la transmisión de un mensaje, el desierto y su capacidad de fosilización se vuelve un espacio natural que abre las posibilidades para que las víctimas de la dictadura chilena puedan buscar los restos de sus seres queridos: puedan seguir en contacto con esos cuerpos que fueron desechados por el régimen dictatorial. El campo de concentración más grande de la dictadura de Pinochet estuvo en Chacabuco, en el desierto de Atacama y, como muestra el documental a través de imágenes de archivo, ese campo de concentración fue el mismo campo minero que operó ahí durante el siglo XIX. A través de fotografías en blanco y negro en las que vemos los diferentes trabajadores mineros, la película logra poco a poco sedimentar la historia del suelo desértico que se traslapa con la historia social de Chile. El desierto abre un puente entre el universo y lo terrenal; entre los muertos y los vivos; entre el pasado y el presente. Es una instancia de mediación que produce signos y condiciones materiales para establecer esa relación. La necromancia aquí confronta la necropolítica de un régimen que quiere borrar los cuerpos humanos.
Desierto de Sonora: luz nocturna e hiperestesia visual
La primera escena de Nostalgia de la luz enfoca un telescopio del observatorio que está situado en el desierto de Atacama. Observamos su brillo metálico y cómo se mueve en dirección al cielo. La cúpula del observatorio se va abriendo y, a medida que se abre, el plano cambia a una imagen satelital de la luna. En close-ups, podemos apreciar los cráteres de la luna con una música extra-diegética que se va superponiendo con un sonido intra-diegético. Esa relación que el documental hace entre el cielo y la tierra, entre lo celestial y lo terrenal, es también un gesto sobre la manera en la que el desierto permite una mirada distinta y vertical. La falta de humedad no solamente es un potenciador para que los cuerpos se calcifiquen en el desierto, también permite que las estrellas y los astros puedan verse con mucha más claridad que en cualquier otra parte del mundo. El desierto es un medio entre lo celestial y lo humano porque sus características climáticas específicas hacen que hace que la visualidad se intensifique: una hiperestesia visual. En las escenas de necromancia literarias y artísticas, hay quienes bajan al mundo de los muertos para tener revelaciones, desarrollos o epifanías que permiten al personaje o al protagonista alcanzar su meta o destino. En esta sección examino como en el documental experimental de Joshua Bonetta y J.P. Sniadecki El Mar La Mar, la luz nocturna del desierto de Sonora produce una hiperestesia visual que contrarresta los mecanismo de vigilancia propios de esta frontera.
El Mar La Mar es una producción cinematográfica que registra los paisajes del desierto de Sonora junto con las voces de quienes quieren cruzar la frontera en Sonora. Sniadecki es graduado de Harvard del Sensory Ethnography Lab y fue influenciado significativamente por la forma experimental en la que se pueden intersecar la etnografía y la estética. Este documental produce una inmersión sonora y visual en el desierto de la frontera, a la vez que registra las experiencias de quienes intentan cruzarla. De una manera similar a la que en Atacama se cruza lo político con lo ecológico, esta frontera se ha convertido en un espacio de necropolítica que identifica los cuerpos a ser eliminados: los de los inmigrantes. El documental de Bonetta y Sniadecki está compuesto de tres partes grabadas en una cámara 16mm. “Rio”, la primera parte, consta de un plano en movimiento intenso de la frontera en que se ven las rejas y árboles. “Costas”, la segunda parte, es la más larga de la película y consta de una intercalación entre testimonios de quienes cruzan la frontera o que viven ahí con planos generales y close-ups del paisaje desértico. Por último, “Tormenta” consta de planos estáticos en blanco y negro de una tormenta en el desierto con una voz en off que lee fragmentos en desorden del poema “Primero Sueño”, atribuido a la poeta Sor Juana Inés de la Cruz. En “Making Violence Visible at the US/Mexico Border: Review of the Exhibitions Fencing In Democracy and State of Exception/Estado de Excepción, and the Film El mar la mar”, Amahl Bishara y Naomi Schiller señalan cómo la película tiene influencias directas de la investigación de Jasón de León, autor de The Land of Open Graves: Living and Dying on the Migrant Trail. A diferencia de la lectura que hacen Schiller y Bischara, esta película es más que un inventario de la violencia que hay en este bioma. La película, de hecho, a través de la forma en la que yuxtapone los testimonios con las imágenes logra señalar las formas en las que la visión se altera por las especificidades naturales del desierto. El desierto no es únicamente un espacio de tránsito, sino también una instancia de mediación que ayuda a quienes quieren cruzar la frontera.
En The Land of Open Graves: Living and Dying on the Migrant Trail (2015), Jasón León resume brevemente su argumento: “(there is a) strategic federal plan that has rarely been publicly illuminated and exposed for what it is: a killing machine that simultaneously uses and hides behind the viciousness of the Sonoran Desert” (3-4). Para analizar las necropolíticas del Estado federal estadounidense, León parece adjudicarle al desierto una característica: “viciousness”. Como si el desierto fuese inherentemente viciado, De León sugiere que el desierto se vuelve cómplice de los actores estatales que ejercen la violencia. Esta consigna suena familiar, en tanto que muchas veces se le ha asignado a la cámara, a la radio y a los medios en general, una carácter inherentemente violento, colonial o racista. Propongo abrir una dimensión más amplia de la discusión que desmienta este (pre)juicio. En oposición a la afirmación de León, el desierto no ejerce la muerte, ni es cómplice del Estado Federal, pues esto contribuiría a considerar que el desierto debe ser condenado por tal complicidad. Incluso, nos llevaría a cargar un resentimiento en la naturaleza –como si tuviese una agencia humana e incluso estatal. En este documental el desierto de hecho se alía y permite la supervivencia de quienes quieren cruzar la frontera. Preciso aclarar que mi forma de entender el desierto no idealiza las condiciones precarias y de vulnerabilidad que implica el tránsito por este territorio ultra-vigilado que Jasón de Léon investiga con cuidado en su obra, sino que desliga el entendimiento del desierto como parte constitutiva de esas condiciones. En últimas, propongo el desierto no como cómplice de los mecanismos violentos en aras de articular su potencia de resistencia y reparación espiritual.
Una de las decisiones estéticas que los cineastas escogen en la segunda parte y que señala esa hiperestesia visual que produce el desierto es mayormente el uso de planos completamente negros mientras que se escucha la voz que testimonia la experiencia del desierto. Cuando empezamos a escuchar la experiencia de los caminantes, la imagen se convierte en una pantalla en negro. Este gesto parece emular la experiencia en el desierto de Sonora para el espectador ajeno: el saberse vigilado por la “migra” —la policía federal de la frontera— es irrepresentable visualmente. Además, el mundo de los muertos —o de los que los sistemas de vigilancia estadounidense quieren muertos— también es el mundo de la oscuridad completa. La noche en el desierto, suponemos, produce condiciones de completa oscuridad. El gesto de la imagen ausente o en negro, sin embargo, no implica que el desierto de noche se constituya una forma de ceguera sino que implica el límite de la mirada del espectador: no podemos ni imaginar la forma en la que el desierto altera la visualidad. Es quizá por eso que en un momento, en uno de los testimonios, uno de los hombres nos cuenta en español cómo cruzó la frontera con un grupo de migrantes. Después de quedarse dormido por el cansancio, se halla solo al despertar percatándose de que el grupo con quien iba lo dejó atrás. Camina hasta que se hace de noche y empieza a oír la radio de la patrulla que está subiendo a personas en camionetas. En este testimonio, el hombre señala cómo el desierto hace que su visión se vuelva más aguda e intensa:
Una cosa tiene el desierto que puedes mirar, porque si alguien viene puedes verlo a muchas millas… para esto ya era noche, no sé cuántas horas estoy caminando… soy una sola persona. En lo oscuro no me ven, yo sí los veo porque llevo ya mucho tiempo en la oscuridad… ya mis ojos se acostumbraron… el desierto es como de día en la noche. En el desierto, tu cielo es un techo de luz. De noche, tú puedes ver el reflejo de la luna y las estrellas con la arena. El desierto es un cuarto iluminado. No te pierdes porque no veas, te pierdes porque no sabes dónde estás (25’).
La noche en el desierto de Sonora, huyendo de la patrulla federal, parece una experiencia cercana a la muerte. Parece que este entorno natural se alía con los indocumentados para confrontar las intenciones de la patrulla, pues favorece al hombre a esconderse de la policía migratoria. De León, en su libro, argumenta que el desierto es utilizado como un “border enforcement” o una “killing machine”. Sin embargo, este testimonio muestra lo contrario. El desierto, en completa oscuridad, se vuelve una bóveda iluminada para el caminante y lo ayuda a ocultarse del régimen de muerte. Aquí ocurre una inversión de la condición humana: los seres vivos que habitan el desierto salen en la noche y se ocultan en el día. Por ejemplo, el cactus Saguaro, como cuenta un testigo del documental, solo puede florecer en la noche. El desierto parece aquí ser una instancia de mediación que amplía el sentido de la visión en la plena oscuridad de la noche. Morar en el desierto es bajar al inframundo para contrarrestas las amenazas del régimen necroviolento. El desierto, entonces, en El Mar La Mar es necromántico porque evoca un mundo de los muertos que no es únicamente determinado por las condiciones sociales de la política migratoria sino por el desierto como una instancia de mediación que produce hiperestesia visual.
Conclusión
Volvamos a la fotografía inicial de Iturbide: una mujer Comcáac camina hacia el horizonte desértico dándonos la espalda. Los Comcáac son un pueblo indígena originalmente nómada que ha vivido por cientos de años en Sonora. Su mitología señala que los primeros testigos del Desierto de Sonora y los narradores de la creación del mundo fueron los cactus y la tortuga Laúd. El conocimiento Comcáac, vedado por políticas coloniales y nacionalistas, nos ofrece un desierto que tiene potencia reparadora y saberes que los regímenes de muerte han querido borrar. Para este pueblo, el desierto es más que un mero paisaje, es un bioma que abre canales de significación y encuentros espirituales. Alineada con esta imagen, tan profética como necesaria, este texto propone que el desierto es un mediúm espiritual que lo vuelve ilegible e ingobernable ante las prácticas necroviolentas que han pretendido domarlo. Este es el inicio de una aproximación que otros biomas o cuerpos naturales (el oceáno atlántico, la selva amazónica, las montañas andinas) que se han convertido claves al momento de relacionar la naturaleza, la violencia colonial, el capitalismo global y la producción cultural. Los desiertos de las Américas son espacios que permiten que esa barrera entre muerte y vida se vuelve difusa e ilegible ante los regímenes de necroviolencia. El desierto no es una máquina de matar, no es cómplice del crimen: no es un lugar de muerte o un espacio enviciado. La posibilidad de teorizar el desierto como un medio y no como una “killing field, a massive open grave” (3) es un punto de apertura para una comprensión de sus historias sociales, espirituales y naturales. La fotografía de Iturbide no es una imagen desesperanzadora. Al contrario, nos insta a seguir a la mujer Comcáac para hallar en la inmensidad del desierto una forma de desertar de los mecanismos necropolíticos, del capitalismo global y sus lógicas coloniales.
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QUOTE AS:
María P. Molano-Parrado. Desiertos espirituales: necromancia y necroviolencia desde Sonora hasta Atacama. The Living Commons Collective Magazine. N.3, September 2025. p. 241-263
 
             
             
            